miércoles, 21 de julio de 2010

Un paseo por el Rin a su paso por Colonia.

El calor aprieta sin tregua desde hace semanas y las estadísticas no se han hecho esperar, ha sido el verano más caluroso de los últimos 110 años y vaya si se nota. Ni en casa ni en la calle hay tregua y por supuesto, no intentes buscar un restaurante, bar o tienda donde el aire acondicionado alivie tu desasosiego, no lo encontrarás. Semejante artilugio no existe en estas latitudes.

Por las mañanas, cuando amanezco enredada entre las sábanas, me parece que estoy en algún lugar sureño, sofocada por una larga y pastosa noche de la que sólo me despego con el revuelo de las campanas de las iglesias que repican tan obstinadas como lo lejanos cantos del muecín.

Y como nadie sabe lo que esto durará, todos aprovechan cada día y cada rayo de sol como si fuera el último y montan en cada espacio verde, por pequeño que este sea, una playa con bikinis, bronceador, sombrillas y juegos. Es fantástico dicen, con este tiempo uno no necesita salir de vacaciones y ¡¡¡lo que se puede ahorrar!!!. Mallorquines: presten atención.

El paseo del Rin es una de las zonas de recreo más bonitas y animadas de la ciudad, con un público tan variopinto que merece la pena detenerse a curiosear. Los habituales son ciclistas, patinadores, malabaristas y titiriteros, músicos callejeros, punkies en peregrinación estival y muchos turistas nacionales y extranjeros.


A un lado de las terrazas, junto a las escaleras que llevan a la catedral, hay una zona que voy a fotografiar a menudo. Es una fuente-escultura cuyo agua emana del suelo para ir discurriendo entre varias pozas irregulares que se extienden en el terreno. En estos días de calor se pone a rebosar y todo el mundo saca a remojar lo pies. Llegar por detrás es como acercarse a una mezquita, sólo ves montones de sandalias sin dueño agrupadas en los límites, diciéndote sin palabras que el amo volverá.

Las pozas hacen las veces de piscina a pesar del poco agua que llevan. Algunos niños se zambullen con el beneplácito de los progenitores, otros se hacen los despistados y se caen intentando saltar de charca en charca y una vez dentro ya no hay remedio, ni los zapatos estorban.


Los mayores también de animan, sobre todo los grupos de punkis que no tienen reparos en quedarse en calzoncillos o bragas ante ese curioso microcosmos ensimismado en sacudirse el calor. Con ellos comparten baño sus perros que retozan y alborotan en el agua como el que más. A nadie parece importarle que se mezclen los fluidos de unos y otros, el calor sofocante les trastorna, pero la convivencia es perfecta.

A la derecha de este "balneario" está la zona de los jamaicanos, que se cobijan bajo los árboles bien lejos del sol. Cantan y bailan como si Bob Marley hubiera vuelto a la vida y ponen la nota exótica de la reunión. Junto a ellos, un grupo de chicos se desencuadernan con un baile de movimientos helicoidales que pone en entredicho las limitaciones de nuestra anatomía. A sus pies no se ve ni una cerveza, están allí sólo para bailar.

Y como telón de fondo de este teatro al aire libre tenemos el Rin y los puentes que lo atraviesan, los contornos de iglesias y catedrales y los numerosos barcos que lo navegan. Y realmente da igual el tiempo que haga o como esté el cielo, es sin duda una de las estampas más bonitas de Alemania y no hay que perdérsela.

jueves, 8 de julio de 2010

Alemania vs España en terreno "enemigo".

Reconozco que nunca he sido amante del fútbol, pero siempre he sentido fascinación por los encuentros internacionales. Creo que esto se debe a que he pasado parte de mi vida fuera de mi país y un evento de estas características es una buena razón para regresar sentimentalmente a mis orígenes.

Así que ayer, sin estar muy segura de la victoria a pesar del pulpo Paul, decidí ver el partido entre Alemania y España en una de las concurridas terrazas de Colonia.

Nada más bajar a la calle, me di cuenta de que aquello sería misión imposible. Cómo podría yo cantar goooooooooolllllll y dar rienda suelta a mi alegría entre aquella turba de teutones de enorme fauces, disfrazados de rojo amarillo y negro?. O cómo podría llevar la derrota ante la explosión de alegría que se produciría en el bando contrario?. Definitivamente, no. Ya me parecía suficiente osadía, dejarme acompañar por mi marido, que es tan alemán como la Bratwurst o la cerveza.

Y en ese dilema estaba, cuando recordé una pequeña bodega andaluza de reconocido tronío.

Encontrar un sitio en aquel lugar fue imposible. Parecía que al público, en su mayoría español, lo habían ido metiendo con calzador. Como la ocasión lo merecía, nos conformamos con apostarnos en el dintel de la entrada con un par de cervezas con las que participar en aquel jolgorio. Los de los bares de enfrente, alemanes ellos, tenían tomadas las calles y esperaban desde el minuto uno la venganza por la pasada Eurocopa. Los de la bodega por su parte, ajenos a todo y todos, brincaban y cantaban acompañados de la música eso de “ a por ellos, oeeeeee…”.

Como el bar se llenaba de manera inexplicable cada vez más y como el gol no llegaba, decidimos salir a respirar y seguir el partido desde una de las terrazas. Me sorprendió el ambiente tan solemne, la afición alemana en riguroso silencio, rostro sudoroso, cara de angustia. No se oía ni el vuelo de una mosca. A ratos, cuando los suyos pillaban el balón, saltaban de sus sillas con cara desencajada, vamos, vamos, ahora, ahora, gol, gol y volvían a sus asientos desesperanzados e impotentes. Yo, desde mi privilegiada posición -me había colocado en la última fila, para poder saltar silenciosamente y a mis anchas si metíamos un gol- les observaba anonadada y sin entender nada sobre la naturaleza humana.

Le miré a P. de reojo y me pareció interesado en el partido. Le pregunté si estaba nervioso y me frunció la boca en señal de sí. Aquello me pareció de lo más singular, sobre todo porque a P. nunca le ha interesado especialmente el fútbol, debe ser una fiebre colectiva la que nos embarga en esos momentos.

Como yo, seguía sin tenerlas todas conmigo y no iba a someterme en “solitario” a un gol del contrincante, nos fuimos a casa a continuar con la agonía, ya entre cuatro paredes conocidas.

P. se sentó en un sillón, yo en el otro, como salvaguardando nuestras respectivas porterías.

Y así llegó, cuando menos lo esperaba, el gol. Como el comentarista alemán, no gritó goooooooooooooooool, por supuesto que no, me quedé aturdida un segundo y me levanté como a cámara lenta, agitando los brazos, saltando y gritando la mágica palabra goooollllllllllll. Me desgañité, os juro que lo hice. Luego, volviendo al mundo, me atusé el pelo e intenté recuperar una cierta dignidad.

En la calle, nada, estaban todos como muertos. De las terrazas no salían ni murmullos, ni quejas, ni agonías.

Le miré a P. y para pasar el mal trago, le engatusé con un buen vino de Rioja. Yo seguí a lo mío. La selección llegaría a la final? Pero de verdad, llegaría?.