jueves, 23 de septiembre de 2010

de Colonia, de perros y otras hierbas.

Hallooooohalloooooohalloooooooooooo, gritó alguien a lo lejos.

Como apenas había gente, pensé que aquella llamada podría ser para mí, pero no sé por qué, no me dio la gana darme la vuelta, o quizá lo sé, odio que me griten holaaaaaaaaaa para llamar mi atención y más a esas horas de la mañana. Así que continué caminando hasta que aquella voz histérica se acercó tanto que no me quedó más remedio que darme la vuelta.

Me encontré con una mujer de mediana edad y mejillas rojas, que llevaba un turbante mal enrollado del que caía una madeja de pelos rubios secos y que se hacía acompañar por un perro miniatura que apenas le llegaba al tobillo.

-Su perro ha "cagado" en el césped, me dijo a modo de saludo matutino.

-Ya, fue lo único que pude decir ante semejante descubrimiento.

-Levántelo entonces, me dijo.

-Ya lo he hecho, le contesté tranquilamente (mientras mentaba a su madre por lo bajito).

-Nooooooo, no lo ha hecho, me dijo con cara de listilla intentando pillarme en un renuncio.

Me dejó atónita la seguridad de su respuesta y me pareció que aquello se podía convertir en una discusión absurda con una loca que no sabía lo que decía, así que opté por explicarle amablemente, que hacía apenas dos minutos que había levantado de la esquina opuesta las porquerías o "cagadas", si lo prefería, de mi perro.

-Noooooooo, puso los ojos en blanco, su perro acaba de agacharse aquí mismo y la "cagada" debe estar por aquí.

-Pues se habrá agachado, pero para echar una meadilla, le aclaré.

-Noooooooo, su perro ha "cagado" en el césped, dijo mientras cerraba y abría los ojos a velocidad de vértigo.

-Me pareció que aquella tarada no se iba a dar por vencida, conozco a las de su especie.

-Bueeeeeno, resoplé, pues dígame donde está la mierrrrrda, o si lo prefiere, le muestro el paquetito que acabo de depositar en la papelera, y lo puede echar un vistazo, olerlo, analizarlo, no sé, lo que usted prefiera.

-Ni corta ni perezosa, agachó la cabeza dispuesta a encontrar en el césped la prueba que sería suficiente para montarme un circo de escándalo e incluso echarme de la ciudad. No tuvo éxito.

-Vaya, me dijo entonces con una sonrisita de lo más entusiasta, parece que me he equivocado, los perros se agachan y uno, en la distancia, no puede distinguir realmente lo que están haciendo. A “nosotros” nos gusta mantener la zona limpia, ya me entiende usted. Mi perro, dijo señalando a su miniatura, es tan poca cosa que le dejo andar suelto, total, sus cagaditas ni ensucian ni molestan.

-Ya, le dije agradeciendo tremendamente esta lección de urbanidad. Y me fui ligera, muy ligerita, recordando que a los locos hay que darles siempre la razón.

domingo, 19 de septiembre de 2010

De pudor y médicos

El otro día me tocó ir al médico.

Tantas horas delante del ordenador me han ocasionado algunos problemas musculares, nada del otro mundo.

Pase a la camilla y descúbrase la parte superior, me dijo, yo vuelvo en seguida.

Mientras él salía a buscar el ultrasonido, me quité la camisa, el pañuelo que llevaba al cuello y me quedé sentada muy quieta, mirando la puerta y alternativamente el michelín que en semejante posición me hacía el pantalón vaquero justo en el ombligo.

Entró el médico arrastrando el aparato y en ese preciso momento, recordó que yo era española. Qué emoción le entró, qué oportunidad para hablar de las maravillas del norte, de las playas, de las montañas, de esa gastronomía sin igual, de los campos de golf en Andalucía, de los caballos, de esto y de lo otro, mientras yo, con más resignación que vergüenza seguía sentada en aquella camilla, con los brazos cruzados, medio desnuda, preguntándome si aquello era el entorno natural para una conversación entre dos desconocidos, teniendo además en cuenta, que uno iba con bata blanca y zuecos y la otra con el torso desnudo y con un sujetador de cuadritos de vichy.

Realmente no sé si esta situación me hubiera sorprendido años atrás, cuando viví mi primera etapa en el país. Recuerdo que la desnudez en la consulta del médico era algo normal, a no ser que estuvieras aquejada de una simple gripe, en cuyo caso, con sacar la lengua, valía.

En aquella época, tenía una ginecóloga adorable que me hacía las revisiones periódicas. Tenía un enorme despacho, con una especie de probador donde tenías que dejar tu ropa. Lo malo era, que no había ninguna bata con que cubrirse y tenías que atravesar el consultorio, en cueros, hasta alcanzar la camilla que se encontraba en la esquina opuesta.

Las malas lenguas decían que era lesbiana, como si esto fuera un indicador de algo.

Así que haciendo repaso, recuerdo haberme paseado desnuda por la consulta no sólo de la ginecóloga sino también del ortopeda del pueblo vecino, quien todavía fue más lejos y me solicitó una caminata por el consultorio, en ropa interior, mientras él se colocaba a mi espalda intentando adivinar un error en mis movimientos. La verdad, tener a un desconocido, aunque sea médico, mirándome fijamente la retaguardia, no me pareció el mejor plan del mundo.

Sin embargo, cuando llegué a México me di cuenta de que las cosas podían ser diferentes, pero que muy diferentes.

No recuerdo una consulta a la que haya acudido, en la que el médico no estuviera acompañado por su enfermera, a no ser de nuevo, que la cuestión consistiera en sacar la lengua o hacer un análisis de sangre.

Entonces me resultó curioso, casi sorprendente, que el ortopeda me recomendara llevar pantalones cortos para hacer la exploración y que el ginecólogo siempre estuviera acompañado por personal femenino cuya única función era la de testigo. Inmediatamente me imaginé maridos coléricos disparando al aire y celosos patológicos amenazando al pobre médico por una inyección puesta en sálvense las partes.

Mis pensamientos regresaron de golpe cuando el Dr. Schumann se despedía con un agradable apretón de manos. Abrió la puerta y me dejó, sin saberlo, a la vista de todos los pacientes que esperaban en el mostrador de la recepción. No pestañeé, no me asusté, con un movimiento rápido, alcancé la camisa y me cubrí. Qué tarugo, pensé.

domingo, 12 de septiembre de 2010

La ribera del Rin, territorio comanche.

Ayer, aprovechando que el tiempo nos daba una última tregua veraniega, cogí la bicicleta y recorrí la orilla del Rin que lleva de Colonia hasta Rodenkirchen.

Me sorprendió que esa estrecha ribera, con una pista bien asfaltada en la mayoría de los tramos, conservara el carácter campestre tan inusual en las grandes urbes y me sentí fuera de la ciudad aún estando en mitad de ella. Nada de cemento ni de interminables hileras de casas colmena, sólo el Rin a contra corriente y grandes extensiones verdes.

El camino estaba bien frecuentado por caminantes y ciclistas, con quienes tuve el gusto de compartir pista. Debo reconocer que tengo una curiosa tendencia a fijarme en las costumbres ajenas y acabé el día con unos cuantos datos nuevos sobre la inefable condición humana.

Aquello que a simple vista parecía simple, una pista con dos direcciones que debíamos compartir ciclistas y viandantes, resultó ser tremendamente complicado y cada uno reclamaba derechos, en ninguna parte escritos, sobre su territorio y lo que es peor, sobre el ajeno.

Así fui entendiendo sus estrategias de dominación. Si de frente venían a la par dos bicicletas ocupando su carril y el mío podían ocurrir dos cosas: si se percataban de que les había visto, no se movían del sitio y me obligaban a salirme de mi carril y seguir la marcha entre guijarros. Si por el contrario, yo me hacía la despistada y silbaba como si aquello no fuera conmigo, entonces no veían más solución que alinearse en su carril, so pena de que la “despistada” les arrollara sin compasión y encima les ganara un juicio de esos que hoy en día se celebran para pendejadas de este tipo.

Así seguí varios kilómetros disfrutando de aquel curioso juego de dominio y viendo como los más puristas, aquellos que cumplen las normas a la perfección, pretendían que cada uno ocupara su espacio hasta el milímetro y si alguien se cruzaba en su camino, ligeramente desviado, se armaba la de dios es cristo y se oían gritos de reproche acompañados de instrucciones para ser un ciudadano ejemplar.

Y desde luego, la peor parte la llevaban los caminantes, que en la mayoría de los casos optaban por pasear por el campo ante el peligro de ser arrollados por alguno de la especie “todoloquevesesmío”, aunque los más peleones, optaban por ocupar la pista y mirarte con aire reprobatorio, sin pensar que lo que ellos creían sus dominios, eran realmente de todos, sólo había que respetar la parte que te había tocado. Siendo fácil, resultaba tremendamente complicado.

Y a pesar de esta peleada batalla por el territorio, seguí camino disfrutando del paisaje, de los barcos de carga que atravesaban el río y de las preciosas barcazas-restaurantes que aparecían de tanto en tanto. Así llegué a Rodenkirchen, donde se celebraba la fiesta del mejillón, dando el pistoletazo de salida a una época donde en todos los restaurantes de Colonia y alrededores se puede disfrutar de este plato típico de la zona.

De una tarima entoldada salía una música folk alemana y un grupo de “starlets”, vestidas como de domadoras sexys hacían piruetas encaramadas unas sobre otras. Abrí y cerré los ojos varias veces, aquello me parecía más propio de la profunda Norteamérica que de Centroeuropa, pero por suerte, el riquísimo olor a salchichas asadas que desprendían las tiendas de comida, me situó de nuevo en la realidad. Sin duda estaba en Colonia.