martes, 19 de octubre de 2010

Una ceremonia chií, junto a la catedral de Colonia.


Thilo Sarrazin, destapó con su libro “Alemania se suicida” la caja de los truenos y abrió un debate enterrado en Alemania durante décadas sobre el multiculturalismo y sus consecuencias sociales, políticas y económicas.

Después de sus nefastas declaraciones, el tema de la inmigración en Alemania ha vuelto a ser TEMA. Hasta Angela Merkel, quién puso el grito en el cielo y presionó para conseguir la destitución de Sarrazin de su cargo en el Bundesbank, se atreve a nombrar lo que había sido “innombrable” y asegura que el modelo “multikulti” ha sido un fracaso. El que llegue a nuestro país, debe adaptarse a nuestra cultura judeo-cristiana, dice eligiendo muy bien las palabras y el destinatario.

Y hoy, más de lo mismo. Mientras hacía unas patatas en salsa verde, que olían a gloria, veo que el tema en cuestión, abre el telediario de la noche. Carnaza para el pueblo, vamos a ver si el descenso de popularidad de la canciller Merkel, resucita con esta estrategia populista. Mientras añado un poco más de perejil al plato, me encomiendo al cielo.

Pero qué pasa en la calle mientras los políticos van subiendo la temperatura del debate con afirmaciones que rozan lo intolerable en un país con cerca de cuatro millones de musulmanes? Pues las cosas parecen estar en paz y cada grupo tener su lugar. Y si no lo creen, aquí tendrán la prueba de que lo que digo es cierto.

El domingo pasado, junto a la plaza de la catedral, me topé con un grupo numeroso de hombres vestidos con túnica y bombachos negros. Aquel encuentro inesperado me dejó sin habla, así que frené en seco y les miré disimuladamente, intentando adivinar su procedencia. En la esquina opuesta, se habían reunido sus mujeres, también de negro y con el velo islámico, algunas de ellas con niqab, pero curiosamente con los pies descalzos. Normalmente las mujeres que llevan esta prenda sólo dejan ver sus ojos y cubren perfectamente pies y manos. Me costó un buen rato enterarme de dónde venían y qué hacían, hasta que una de ellas me explicó en un alemán sin acento, que eran pakistaníes y que estaban celebrando una ceremonia religiosa, guardaban luto por el Imán Alí.

Desde varios puntos, la policía controlaba la situación dando toda serie de explicaciones al que se atrevía a preguntar. Miré a un lado y a otro y vi la catedral al fondo, aquello me pareció un cóctel cultural inexplicable. Me quedé ensimismada, recordando mi vida cuando era el canto del muecín el que me despertaba cada día. Mientras tanto, empezaba el ritual chií.

Para entonces, los hombres se habían descubierto el torso y comenzado a hacer movimientos rotatorios con los brazos, golpeándose en el vaivén, el pecho.

La gente, arremolinada para ver de cerca el espectáculo, sin risas, ni bromas, escuchaba en absoluto silencio el eco estremecedor que producían aquellos golpes, como si en vez de manos tuvieran enormes palas. Les miré uno a uno, la piel roja, amoratada, debía picar lo suyo, me pregunté hasta dónde llegarían en su flagelación. Miré sus espaldas, la mayoría la tenían cubierta de pequeñas cicatrices profundas, no quise ni pensar que fueran a llegar tan lejos. Mientras, seguían cantando, rezando, girando. Después de un rato, me parecieron más de otro mundo que de éste.

Y siguieron con el ritual, paseando el altar del mártir Ali Ibn Abi Talib por todo el barrio. El público les seguía solemne, preguntando a veces, participando otras, sin ruidos, ni protestas ni escándalos. Y me reafirmé en la idea, pese a quién pese, de que Alemania es un buen lugar para ser quien eres.

viernes, 8 de octubre de 2010

Azúuuuuuuucar

El primer día llegué tarde, cosas de la vida y del transporte y cuando abrí la puerta y me encontré con todas aquellas miradas desganadas, el primer escalofrío me recorrió el cuerpo. Aquello no parecía un curso, sino un entierro.

No sé si se debía a la solemnidad de la primera clase, a las inclemencias del tiempo o al último escándalo político, pero el caso es que todos me miraron de soslayo sin dejar escapar ni media sonrisa, como si tuvieran miedo de que el alma se les fuera por algún resquicio.

El chasco fue tremendo. Apenas hacía unas semanas que había retomado otro curso, el de inglés y me había tocado el mejor grupo que hubiera podido imaginar, con una figura estrella, un productor de teatro, hipérbole de la femineidad, que además de hablar un inglés perfecto, me resultó el personaje más divertido y excéntrico con el que yo me haya topado en esta ciudad.

A medida que el nuevo curso fue avanzando, nos fuimos conociendo y entre pausas entablé conversación con una mujer de voz tan ligera y aterciopelada que contrastaba enormemente con su fuerte complexión. El primer día la había visto resolver prácticas sencillas con mucha dificultad y se me ocurrió pensar, que con esos ademanes delicados y esa voz envolvente podría ganar mucho más dinero con cualquier actividad que pudiera realizar detrás de algún teléfono. Me pregunté cómo sería su vida, su trabajo, su casa o sus amigos.

Una tarde se me acercó algo tímida y me dijo en un castellano perfecto, -¿entonces tú hablas español, no?-, aquella sencilla frase me dejó atónita y la miré como si de una aparición se tratara.

Me contó, sin error alguno, que se había ido a Cuba para estudiar español y aprender a bailar salsa y que había vivido allí seis meses. Me dejó fascinada el remango de aquella mujer madura que había decidido poner tierra por medio para aprender a contonear el trasero y a decir “un mojito, por favor” sin acento alguno. Pero lo que más me cautivó fue que hubiera sido capaz en tan poco tiempo de aprender el idioma con una fluidez extraordinaria y un perfecto y rítmico acento cubano. Lo tuyo son los idiomas, le dije con la boca abierta y también pensé, esto sin decirlo, “deja la informática”.

Aquel día regresé a casa pensando que allí había gato encerrado y que semejante progreso con un idioma sólo podía deberse a una cosa, amor. Desde aquel día, la miré con otros ojos y me divirtió comprobar, como tantas otras veces, las sorpresas que a veces se ocultan tras una insípida fachada.

Y cuando el curso tocó a su fin, caminamos juntas por el Ring de camino al centro de la ciudad. Y entonces me descubrió lo que yo imaginaba. Tenía un novio cubano, un “jovensssito” se rió, al que visita varias veces al año y que no ha conseguido traerse a Alemania, la policía, contó, parece que no está dispuesta a conceder un visado a un muchachito sin arraigo en Cuba, dicen que es el candidato perfecto para la inmigración ilegal. -Y ¿tú? le dije, ¿no quieres cambiar esta lluvia taladrante por el mar del Caribe?-. No, no, aquello está…¿cómo se dice? muy retrasado, concluyó.

Y en aquella esquina nos despedimos con un abrazo muy cariñoso, de esos que sólo pueden dar los que han conocido el sur, luego me alejé con pasito salsero, cantando aquello de "noooooo, no hay que lloraaaaar, pues la vida es un carnaval y es más bello vivir cantandoooooooo..."



*la foto de la entrada es de un mural en la pared de un bar de Colonia que viene a decir, "el amor muere a los 60 grados"