jueves, 27 de octubre de 2011

El menú del día en Colonia


El Suppenkaspar es un pequeño restaurante detrás de una de las arterias comerciales más importantes de Colonia, la Schildergasse. Como está cerca de la WDR y de varios edificios comerciales, encontrar un sitio para comer en las horas punta, no suele ser fácil.

El local es pequeño, con un mostrador central bien surtido de cocidos, sopas y pastas, salchichas, carnes y ensaladas. Sin ser un lince, uno se da cuenta inmediatamente de que los menús no están diseñados para oficinistas normales, sino para todos aquellos que realizan trabajos forzados, cavan zanjas, levantan puentes o transportan pianos a pulso.

El personal, encantador, prepara platos y más platos de lentejas, garbanzos y guisantes con tocino y salchichas, carnes empanadas acompañadas de abundante pasta y salsa remoulade, tallarines con nata y buey y el plato estrella, seis salchichas con patatas y dos huevos fritos coronados con salsa y dispuestos en pila. A pesar de la oferta, muy alejada de mis hábitos alimentarios, me gusta pasar de vez en cuando a tomarme una lentejas, las hacen realmente ricas.

Hay pocas mesas y aunque se comparten, a veces hay que pelear por un sitio. Hoy he llegado antes de la marea humana de las 12:30 y he ocupado una mesa libre. No habían pasado ni dos minutos cuando se me ha sentado un señor a mi derecha con un plato de carne con pasta y una sospechosa salsa blanca que lo cubría todo. Para cortar el hielo, me ha preguntado si estaban ricas mis lentejas y hemos cruzado un par de frases tontas. Los siguientes en llegar han sido dos chicas que me han pedido permiso para sentarse justo enfrente. Poco a poco íbamos completando la mesa. Una de ellas se había pedido un “chili con carne” que tenía un color rosa fucsia, imposible, como si llevara una buena dosis de colorante escarlata.

La chica se ha metido la primera cucharada en la boca y con un gesto rápido ha rechazado el plato empujándolo con un movimiento decidido hacia delante. No me lo pienso comer, le ha dicho a su amiga, tiene potenciadores de sabor y colorantes y además sabe como si estuviera ahumado. Su habilidad gustativa-descriptiva me ha cautivado. La otra la ha mirado de reojo y sin perder de vista su pitanza, ha intentado convencerla de que aquello podría ser normal, que su marido le ponía no sé qué demonios para conseguir ese sabor.

Me tenía tan cerca, que no ha podido evitar mirarme con ojos inquisidores para conocer mi opinión y como yo ya había juzgado aquel plato nada más verlo, he tenido que darle la razón, aquello parecía una pócima de lo más peligrosa.

La pobre, que aunque llevaba razón era muy redicha, me ha explicado con lujo de detalles las diferencias tan enormes que hay entre la cocina casera y la de los restaurantes y me ha aclarado, con voz susurrante, que hay gente que sólo cocina con paquetitos, pastillas de caldo y sospechosas bolsas de polvos. Me pregunto cómo habría caído en la trampa aquella gran conocedora de las artimañas culinarias de los restaurantes de comida rápida, supongo que se debería a que el local en cuestión, va disfrazado de “la cocina de la abuelita”.

Como llegado a este punto yo ya había terminado mis lentejas, me levanté y les deseé un bonito día. Recogí mi plato y miré la larga cola que esperaba su turno. A muchos de ellos les sobraban entre 10 y 20 kilos. Sin duda debía cambiar de local.

miércoles, 19 de octubre de 2011

de parejas disparejas y otras hierbas


No sé exactamente qué hace Dieter, pero me cuenta que ha vivido los últimos cinco años en Vietnam. Ahora está en Colonia por razones que no explica muy bien y en las que yo misma prefiero no ahondar. El gobierno vietnamita le ha retirado el visado y lo ha  enviado de vuelta a Alemania. No es nada criminal – la palabra en sí ya me pone los pelos de punta- , ha sido por un malentendido, dice con cautela. Su castigo tiene caducidad, a partir de enero podrá solicitar de nuevo el regreso y verá que pasa, por su cara, me parece que no tiene todas consigo. Entiendo sus nervios, allí ha dejado a su mujer y dos niños pequeños que como pasen mucho tiempo sin ver a su padre, no le van a reconocer cuando vuelva.

En Hanoi se ganaba la vida cultivando plátanos e importando algunos productos chinos, entre ellos unos químicos para fumigar, que asegura que matan todo lo que pillan. En este punto de la conversación, empiezo a imaginarme mil motivos para su expulsión, sobre todo si pienso en otros "made in China", como aquellas zapatillas de goma que provocaban unas llagas espantosas en los pies o un spray de carnaval que tiñó los mocos de mi sobrina de rojo bermellón y que por poco causan un cataclismo emocional.

La mujer de Dieter es vietnamita, proveniente de una familia muy pobre de un poblado a las afueras de la capital. No sé por qué, pero cuando me habló de ella me la imaginé como un cisne de ojos rasgados, pero en la foto que me mostró, sólo apareció un patito feo.

Uno de los motivos por los que tengo que volver de inmediato, me dice, es por el dinero. Mi mujer proviene de un entorno que no conoce la moneda, los productos se cambian, no se compran. Si necesitan arroz, ofrecen leche, si quieren fruta, pagan con coles, ¿me entiendes? dice moviendo las manos en señal de trueque.  Así que cuando le envío el dinero para el alquiler y la manutención, continua desahogándose, se lo gasta en un par de horas y ya no sé que hacer, dice con la cara colorada, para explicarle que debe organizarse. La semana pasada, le pidió a un amigo británico que hablara con ella pero no ha conseguido que entre en razón, Pei Kan es muy orgullosa, afirma compungido.

En este punto y aunque me muero de curiosidad no pregunto, no quiero que se vea obligado a darme explicaciones de cómo gasta el dinero su mujer. ¿Y el idioma?, ¿cómo os entendéis, le pregunto? Como podemos, me dice bastante conforme, yo conozco algo de su idioma y lo mezclo con el inglés, aunque ella apenas lo habla.

Me quedó con un montón de preguntas que no le haré nunca. No es la primera vez que me encuentro con un hombre alemán, que se ha casado con una mujer con la que no puede entenderse y de la que le separa un abismo cultural. Debe resultarles muy exótico, o quizá muy fácil, ¡la de broncas que se deben ahorrar!, porque si algo tienen las alemanas es que son un rato peleonas y además no preparan la cena, ni planchan camisas. Ahora, discutir sobre la crisis mundial saben, y ahorrar también y además muy bien.

La foto es de una página de terra.pe

viernes, 14 de octubre de 2011

Voyeurismo vecinal


Este aviso circulaba esta mañana por el muro de una amiga en Facebook y me parece una mezcla estupenda de humor alemán y mala leche.

La misiva en cuestión parece estar colocada en el portal de algún edificio. No tengo ni idea si es real o producto de algún gracioso, pero conociendo la desinhibición que tienen algunos por aquí, la ausencia de cortinas en la mayoría de las casas y la obstinación de los vecinos por estar al corriente de todo, me parece totalmente verosímil.

El texto dice algo así:
“ A la joven de pelo castaño y genitales rasurados que vive en el tercer piso:
cuando la “copule” la próxima vez un gordo de pie y frente la ventana, baje por favor la persiana. Tenemos hijos.” 

Sí, ya se que lo de copular no se usa más que para abejitas, becerros o elefantes, pero es justamente lo que dice. Me encanta el detalle de la depilación, los niños o quizá los padres debieron sacar los prismáticos.

Pues eso es todo, que tengáis un buen fin de semana y persianas abajo, por favor.

viernes, 7 de octubre de 2011

Clases de inglés, refrigerios y contradicciones



Ayer empecé un curso de “Business English” y durante un par de semanas conviviré durante varias horas al día con un grupo de once personas. Ocho de ellos son alemanes, hay un persa y dos turco-alemanas. Tenemos adjudicados tres profesores, una sudafricana, un irlandés y un “americano”, como él mismo se presenta, sin pararse a pensar que América es mucho más extensa que los Estados Unidos y que apropiarse del gentilicio no es geográficamente correcto.

Hecha la presentación, os diré que en mi primer día ya me he dado cuenta de que me falta mucho para llegar a conocer a mis “anfitriones” y desenredar algunas de sus paradojas. Por un lado parecen capaces de ajustarse a las normas de una manera realmente ejemplar y por otro resultan caóticos en todo lo que no está reglamentado.

Hoy a las 12 en punto y coincidiendo con las campanadas de la iglesia “Antoniter Kirche” algunos alumnos han interrumpido el ritmo de la clase sacando de sus mochilas los tupperware con la comida del mediodía. La profesora, que debe gozar del autocontrol británico de sus ancestros, no ha movido ni un músculo de la cara y ha seguido con la clase sin darse por aludida, mientras los más hambrientos desenvolvían viandas y empezaban a dar cuenta del pollo frito, las hamburguesas, o la ensalada de patata.

La mujer que estaba sentada a mi lado y que hasta entonces me caía muy bien, ha destapado un recipiente con un bocadillo de salami que ha salido de su encierro dispersando los olores por horas contenidos y llenando la clase de un aroma que mareaba.

Como estábamos discutiendo sobre algunos temas, en concreto organizando un importante “meeting”, la dinámica de trabajo ha tenido que adaptarse a las nuevas circunstancias y yo, que encima hacía de “chairlady”, en lugar de poner orden en aquel desconcierto, he tenido que acoplarme al ritmo de sus bocados. El que traga habla.

Para evitar morir deshidratados, la mayoría tenían varias botellas de litro sobre la mesa, agua con gas, coca-cola o fanta, vasos con café, termos y algún que otro envase de cartón con zumos y batido de chocolate o plátano con pajita incluida, ya sabéis, sorbo aquí, sorbo allá. Con este paisaje no he podido concentrarme, una cosa así me la hubiera esperado en cualquier sitio menos en éste. Pero qué queréis que os diga, prefiero las sorpresas, casi siempre.

Si esto se pone así de interesante el primer día, creo que promete, aprenderé de antropología lo suficiente como para escribir un tratado. Algún postor?.

lunes, 3 de octubre de 2011

Zons y el turismo a lo loco.



A veces, cuando el tiempo es bueno o muy malo me gusta salir de la ciudad y acercarme a alguno de los pueblos que hay en la ribera del Rin. Allí el paisaje, precioso, ofrece un horizonte llano salpicado de árboles e interminables prados verdes, con el río atravesando la llanura y surcado por innumerables barcos que lo cruzan transportando pasajeros o mercancías.

Hoy era uno de esos días radiantes que parecía haberse salido del programa de otoño, con un cielo azul precioso y temperaturas estivales. Esta prórroga me ha parecido una bendición, así que he aprovechado para dar un paseo por Zons, uno de los pueblos medievales mejor conservados, situado a mitad de camino entre Colonia y Düsseldorf.

No era la primera vez. Ya había visitado el lugar en otras ocasiones, sobre todo en invierno y con un paisaje muy diferente de perfiles fríos, pelados y húmedos que dejan la orilla al descubierto. En esos días el viento, que no encuentra nada a su paso, suele arreciar fuerte, azotando los árboles deshojados y cubiertos de nieve.

El pueblo es precioso y los alrededores únicos. A pesar de todo, recomiendo planear la visita con cautela. Cualquier día laborable es perfecto, pero el fin de semana uno se encontrará con hordas de turistas que le arruinarán el día. Pasear entre estrechas calles empedradas sorteando a los numerosos grupos que llegan en autobús a exprimir la visita al máximo, no es un plan idílico, os lo aseguro. Las iglesias, las magníficas casas y parques pierden relevancia cuando tienes que esquivar innumerables obstáculos para avanzar un par de metros.
 
Innumerables restaurantes, terrazas y tiendas de regalos están a disposición de los visitantes, la mayoría de los cuales prefiere corretear entre calles, dar un paseo en bici o tomar un buen helado.

Al final del paseo que conduce al aparcamiento, en una pequeña plaza fuera de las murallas, se reúnen muchos a escuchar a un trío latinoamericano que actúa siempre en el mismo lugar. Ahí he hecho hoy una pausa, estaban cantando algo del repertorio de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés y lo hacían realmente bien.

Mientras escuchaba no podía dejar de mirar al público, de lo más variopinto. La mayoría sentados en los bancos o encima del muro, a una distancia prudencial, desde la cual se pudiera disfrutar del concierto sin tener por ello que depositar un par de monedas. Nadie parecía interesado en pagar el buen rato que estaban pasando. Les veo concentrados en sus helados, en las enormes bolas de chocolate, fresa o vainilla que relamen con avidez, vigilantes, como si temieran que alguien se las arrebatara. Me pregunto si entenderán algo, si les llegará esa música tan íntima.

Dejo un par de monedas y regreso al coche. Mi visita ha durado exactamente 60 minutos. Me despido sabiendo que Zons no es amor de domingo.