El Suppenkaspar es un pequeño restaurante detrás de una de las arterias comerciales más importantes de Colonia, la Schildergasse. Como está cerca de la WDR y de varios edificios comerciales, encontrar un sitio para comer en las horas punta, no suele ser fácil.
El local es pequeño, con un mostrador central bien surtido de cocidos, sopas y pastas, salchichas, carnes y ensaladas. Sin ser un lince, uno se da cuenta inmediatamente de que los menús no están diseñados para oficinistas normales, sino para todos aquellos que realizan trabajos forzados, cavan zanjas, levantan puentes o transportan pianos a pulso.
El personal, encantador, prepara platos y más platos de lentejas, garbanzos y guisantes con tocino y salchichas, carnes empanadas acompañadas de abundante pasta y salsa remoulade, tallarines con nata y buey y el plato estrella, seis salchichas con patatas y dos huevos fritos coronados con salsa y dispuestos en pila. A pesar de la oferta, muy alejada de mis hábitos alimentarios, me gusta pasar de vez en cuando a tomarme una lentejas, las hacen realmente ricas.
Hay pocas mesas y aunque se comparten, a veces hay que pelear por un sitio. Hoy he llegado antes de la marea humana de las 12:30 y he ocupado una mesa libre. No habían pasado ni dos minutos cuando se me ha sentado un señor a mi derecha con un plato de carne con pasta y una sospechosa salsa blanca que lo cubría todo. Para cortar el hielo, me ha preguntado si estaban ricas mis lentejas y hemos cruzado un par de frases tontas. Los siguientes en llegar han sido dos chicas que me han pedido permiso para sentarse justo enfrente. Poco a poco íbamos completando la mesa. Una de ellas se había pedido un “chili con carne” que tenía un color rosa fucsia, imposible, como si llevara una buena dosis de colorante escarlata.
La chica se ha metido la primera cucharada en la boca y con un gesto rápido ha rechazado el plato empujándolo con un movimiento decidido hacia delante. No me lo pienso comer, le ha dicho a su amiga, tiene potenciadores de sabor y colorantes y además sabe como si estuviera ahumado. Su habilidad gustativa-descriptiva me ha cautivado. La otra la ha mirado de reojo y sin perder de vista su pitanza, ha intentado convencerla de que aquello podría ser normal, que su marido le ponía no sé qué demonios para conseguir ese sabor.
Me tenía tan cerca, que no ha podido evitar mirarme con ojos inquisidores para conocer mi opinión y como yo ya había juzgado aquel plato nada más verlo, he tenido que darle la razón, aquello parecía una pócima de lo más peligrosa.
La pobre, que aunque llevaba razón era muy redicha, me ha explicado con lujo de detalles las diferencias tan enormes que hay entre la cocina casera y la de los restaurantes y me ha aclarado, con voz susurrante, que hay gente que sólo cocina con paquetitos, pastillas de caldo y sospechosas bolsas de polvos. Me pregunto cómo habría caído en la trampa aquella gran conocedora de las artimañas culinarias de los restaurantes de comida rápida, supongo que se debería a que el local en cuestión, va disfrazado de “la cocina de la abuelita”.
Como llegado a este punto yo ya había terminado mis lentejas, me levanté y les deseé un bonito día. Recogí mi plato y miré la larga cola que esperaba su turno. A muchos de ellos les sobraban entre 10 y 20 kilos. Sin duda debía cambiar de local.