Los sábados se pone la ciudad intransitable. Dependiendo de la hora, darse una vuelta por la zona comercial puede convertirse en un deporte de alto riesgo que requiere de mucha destreza y cintura para esquivar lo que a uno se le pueda venir encima. Oleadas de gente circulan en ambos sentidos, sin mirar a nada ni a nadie que no esté colocado en el escaparate de alguna tienda.
Es un bullicio que no me molesta en absoluto y como además dispongo de la destreza necesaria para sortear el tráfico pesado, ayer decidí abrirme paso, costara lo que costara hasta llegar a las rebajas de Kaufhof.
Como el principal móvil de estas compras era la lencería, dejé a mi marido en casa. No hay nada que más me espante que meterme en un departamento de ropa interior a comentar con alguien que jamás te entenderá, si la copa de este modelo es pequeña o grande o si sujetan mejor los que llevan aro.
Cuando llegué a esta especie de Corte inglés alemán, el barrullo que había montado en torno a un desfile de moda era impresionante y necesité tiempo para encontrar las escaleras automáticas.
Una vez en el departamento de lencería, eché un vistazo y calculé mareada que necesitaría un par de horas para hacerme una idea de lo que allí había y localizar lo que necesitaba entre aquel montón de exhibidores, góndolas y aparadores.
Me puse rápidamente a ello y efectivamente la cosa no parecía fácil, si le añadimos a la variedad de género, la cantidad de mujeres que hacían lo mismo que yo, pero haciéndose acompañar de novios, maridos o lo que aquellos tipos fueran.
Bastante desorientada, empecé a abrirme paso entre aquellos señores que vigilaban curiosos, no sólo lo que sus chicas compraban, sino lo que las demás elegíamos. Sería ese rojo de encaje, el negro deportivo o esas de algodón tan infantiles? Tengo que reconocer que les miré con cara de odio, hasta que me despisté con un par de egipcios, entraditos en años, muy entretenidos con una colección de “fantasía”. Comerciantes cairotas, seguro.
Cuando por fin llegué al probador, la cola llegaba hasta la entrada. Miré desolada la fila de diez o doce probadores, todos ocupados. Un hombre de rizos con un cochecito y un bebé, esperaba dentro, tan cómodamente sentado que obstruía prácticamente la entrada. Como debía aburrirse, empezó a organizarnos. Entre, decía, creo que el último está vacío o, pase, pase, el segundo se acaba de librar. El colmo, os digo que aquello me pareció el colmo, toda una hilera de señoras cargadas de encajes, saltos de cama y lycras pasando por el control de aquel padre de familia.
Mientras esperaba, recorrí con la vista los bajos de los probadores tratando de descubrir uno que estuviera vacío. Por alguno de ellos asomaban revoltijos de mangas, calcetines y pantalones que delataban las prisas y el zafarrancho que estaba teniendo lugar dentro. En otros, la cosa parecía más interesante, junto a aquellos ovillos de ropa que se salían por debajo de las cortinas, asomaban de tanto en tanto un enorme par de zapatos que debían de pertenecer a algún acompañante que no estaba dispuesto a ceder ni un ápice de intimidad a su chica.
Y metidos en aquellas estrechas cabinas, opinaban a viva voz sobre colores y modelos. De vez en cuando salían para buscar tallas y colores y volvían con un, qué te parece éste? A mí me gusta más que el otro, el rojo no es tu color.
Por dios, pensé mareándome, ¿dónde y cuándo perdió nuestra especie el glamour?
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