martes, 29 de noviembre de 2011

Chicas turcas en Alemania


En el grupo de inglés hay dos chicas turcas. Se sientan juntas y son, con diferencia, las que mejor humor tienen. Se las oye reír a menudo con una risa desternillante que contagia a todos, incluso a los más renuentes. Hablan perfectamente alemán y sin acento, lo cual es insólito, porque los turcos-alemanes fortalecen su identidad exagerando algunos sonidos y arrastrando las “eses” de manera muy particular.

Sus padres vinieron a trabajar sin nada en los bolsillos, pero han sabido aprovechar las oportunidades, alguno de los hijos ha conseguido estudiar, mi hermano es ingeniero me dice Nesrin orgullosa.

Son chicas modernas, que no se les ocurre cubrirse con un hijab, si lo sugiero fruncen el ceño como si la idea les causara extrañeza y disgusto. Aunque han nacido aquí, tienen pasaporte alemán y se han codeado toda la vida con compañeros alemanes, no tienen ningún nexo de conexión con ellos ni con el país. Son definitivamente turcas y hablan de los alemanes como si fueran los bichos más raros de este mundo. Me sorprende que en todo este tiempo no hayan conseguido encontrarles la gracia, que tenerla, la tienen.

Ser española despierta sus simpatías. Todo lo que tenga connotaciones sureñas les encanta, están convencidas de que nos unen sólidos lazos. Nosotros somos iguales, me dice Nesrin a modo de confidencia, estos, dice señalando disimuladamente al resto de compañeros, no saben disfrutar de la vida. La más joven suelta una enorme carcajada que contagia a todos, incluso a aquellos que no saben de qué va la cosa.

Yo me lo tomo como un cumplido y no me gusta desvelar que tenemos mucho menos en común de lo que imaginan, pensarían que soy una arrogante. Hassan, que es disidente persa, está de acuerdo con ellas y considera que España es muy parecido a Irán, la gente le encanta y la alegría en las calles también, me siento como en casa, dice.

Esta semana será la última y seguramente no les veré más. Compañeros de viaje de un par de semanas intensas que dejarán el rastro de las cosas que aprendí con ellos.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Una pequeña historia de un guardián de baños

En alguna ocasión he comentado cómo funciona la limpieza de los baños en los bares y restaurantes de la ciudad. Para los que no lo hayan leído, comentaré brevemente que es muy normal que estos locales cuenten con personal de limpieza que se encarga de tener los servicios limpios a cambio de una propina que suele oscilar entre los 20 y 50 céntimos de euro. Normalmente no estás obligado a pagar, aunque la mayoría lo hace.

En uno de los cafés Merzenich que visito habitualmente, los baños se encuentran al final de unas empinadísimas escaleras metálicas. Son tan estrechas y retorcidas que no hay manera de bajar y subir al mismo tiempo, sobre todo si al que te viene de frente le sobran kilos.

La escalera da paso a un pequeño recibidor que tiene una mesita colocada con poca gracia en la que se sienta un chico de origen africano, grande y lustroso que es adicto al Bild Zeitung, un periódico amarillista. El muchacho en cuestión ha hecho de su oficio un arte y ha conseguido que dos amiguetes que le hacen la suplencia los domingos, le tengan todo como los chorros del oro, de manera que él pueda concentrarse durante la semana en otros asuntos más entretenidos.

Me lo encuentro siempre parapetado detrás del periódico. Me saluda simpático y me señala con la mano los baños, como si yo sola no fuera a encontrar el camino. Cuando salgo, le veo mirarme a hurtadillas sobre las páginas arrugadas entre las que esconde su cara y seguir el movimiento de mi manos hasta la cartera. La curiosidad le puede y asoma parte del perfil para ver cuántas monedas deposito. No he avanzado ni un paso cuando le veo por le rabillo del ojo retirar velozmente el dinero del plato y dejar un cebo de un euro. Si la propina es buena me despide con un cantarín tschüsssssssss, si no, no se oye ni una mosca.

Nunca deja su mesa más que para comprar el desayuno en la cafetería, que está arriba. Se coloca en la fila con su batita blanca y se agencia un par de periódicos para hacer más amena la espera. El primer día que le vi, transportando la bandeja con varios bocadillos, zumo de naranja y un café Latte Macchiato de tamaño XXL, creí que aquello era cortesía de la casa y pensé que el jefe quería aligerar con algunos extras aquel trabajo tan ingrato. Pero el tiempo me quitó la razón, aquel muchacho pagaba religiosamente cada cosa que pedía, dejándose todos los sábados una parte importante de su salario en un buen desayuno que se tomaba en el piso de abajo, entre el baño de señoras y el de caballeros.

El chico es para mí un misterio y a pesar de haberle visto muchas veces, no sé si me resulta simpático o no. Una vez le vi salir de su abstracción para armarle un escándalo considerable a una señora que utilizó un pequeño lavabo, destinado a la limpieza de los trapos, para lavarse pies, brazos, axilas cuello y orejas. Testigo soy de ello.

La señora, que parecía una turista de Pakistán, se echaba el agua a manotazos refrotándose el cuerpo con energía y descaro, formando charcos enormes que iban fluyendo hacia el pasillo. Cuando el muchacho vio aquel desatino, tiró el periódico al suelo y se presentó en el baño desgañitándose en una mezcla insólita de alemán, inglés y otras lenguas. Stop, stooooop, ¿pero qué está haciendo? Le decía agarrándose la cabeza desesperado, ¿pero no se da cuenta de que lo tengo que limpiar yo?, ¡lo tengo que limpiar yo! gritaba enloquecido golpeándose el pecho para enfatizar.

A pesar de entender el cabreo, aquella reacción desmesurada dejó sin palabras a todas las que esperábamos turno intentando esquivar el charco. La mujer por su parte, no entendía nada de lo que el chico quería, e intentaba justificar aquel insólito comportamiento, que realmente era imperdonable. El alboroto que se armó fue tal que el marido, que esperaba en el pasillo, tuvo que entrar y arrancarla a la fuerza de sus abluciones y del furibundo empleado. Salieron sin mirar atrás y sin dejar un céntimo en el plato, lo cual le encendió aún más.

Después de aquel día, le suelo mirar curiosa intentando descifrar su persona, pero no he hecho demasiados progresos y no sé si llegaré a hacerlos. Os mantendré informados.

sábado, 19 de noviembre de 2011

De médicos y calendarios


Tengo médico nuevo, algo estirado, pero muy simpático. Es un apasionado de la Costa Vasca, algo que siempre me gana y además creo que le gusta sorprender, a juzgar por el calendario que ha colgado detrás de su escritorio, echad un vistazo.

No, no se dedica a hacer liposucciones, ni operaciones de estética, tampoco es endocrino, ni ginecólogo. 

La página con el trasero femenino corresponde al mes de noviembre, lo que no sé es si a medida que el año avanza y las temperaturas suben, los desnudos se vuelven más explícitos. Resulta cómico verle sentado en su sillón con el culo justo encima de la cabeza, no hay manera de obviarlo.

Salí sin haberle prestado mucha atención, tan entretenida como estaba en explicarme aquella decoración, a lo mejor era parte de una estrategia. En la puerta me crucé con una señora de los Emiratos, acompañada por el marido. Me salió una sonrisa maliciosa, vamos a ver qué dirían.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Alemania y el arte de negociar sin pasión


Los alemanes son geniales para negociar sin poner emoción en la mesa. Cuando hay un problema, se analiza objetivamente y se busca la mejor solución, dejando fuera de la negociación cualquier sensiblería. Ofenderse por “nimiedades” o ser demasiado picajoso no reporta más que un sutil desprecio. Eso de no negociar con alguien porque te cae gordo se considera poco profesional y además poco productivo.

Naturalmente esto es algo cultural. He conocido a geniales artistas de países más cálidos, que sorprendentemente sólo vendían sus obras si el cliente les caía bien, pero bueno, eso sería otra historia.

Pero regresando al tema, esta mañana he tenido una reunión en la oficina con el director general, el jefe de compras, ambos alemanes y un representante argentino. El tema a discutir tenía que ver con ciertos presupuestos que debían ser aprobados hoy. La cuestión no era fácil, así que el ambiente ha ido caldeándose a medida que el desacuerdo se iba haciendo notorio entre las partes. El jefe, que es un histérico, ha conseguido sacar a todos de quicio, de tal manera que el argentino ha salido despavorido de la sala negándose a participar en la negociación si aquello seguía en ese tono, según él ofensivo.

Los otros dos le han mirado como si estuviese loco y sin prestarle mucha atención han seguido tirándose los trastos como si nada, hasta que han llegado a una solución satisfactoria. Después del rifirrafe , se han comportado con total normalidad, como si jamás se hubieran levantado la voz. Me he preguntado sorprendida cómo podían aquellos dos seguir hablándose como si nada.

Uno de ellos ha preparado un café y me ha dicho, así como por encima, oye, este argentino es muy sensible, ¿no te parece?, siempre sale con asuntos de este tipo, no es capaz de alcanzar soluciones dejando aparte consideraciones personales.

Y qué queréis que os diga, he asentido sin remordimientos, pero es que yo, ya estoy resabiada.


domingo, 13 de noviembre de 2011

El día después del Carnaval


 El “día después” del inicio del carnaval tuvo su miga. Las calles amanecieron alfombradas de basura enredada entre la hojarasca seca que descansa durante todo el otoño en las calles. Montañas empinadas de vasos de plástico y papel y a pesar de la prohibición de usar cristal, había montones de botellas de licores extraños de fresa y mango y otros espirituosos de nombres impronunciables.

Los equipos de limpieza armados con camiones y enormes aspiradores hicieron lo imposible por adecentar los preciosos empedrados del casco viejo, aún así todavía pasarán un par de días hasta que no haya esquina que recuerde la enorme resaca.

Aquí dejo un par de fotos para el recuerdo

sábado, 12 de noviembre de 2011

El inicio del carnaval de Colonia


Es difícil mantener la concentración mientras escribo, cuando debajo de mi ventana todo Colonia está celebrando el 11 del 11 de 2011, día que marca el inicio de la época de carnaval que culminará en febrero.

El estruendo es formidable. La música que sale de las casetas se mezcla con cantos ebrios y desafinados y con el ritmo de las bandas que desfilan por las calles haciendo paradas musicales. Un mix de lo más colorido y potente, que hace que mis ventanas retumben y mis oídos tiemblen.

El carnaval es a Colonia lo que los sanfermines a Pamplona. Los colonienses lo adoran, es su alma, su orgullo, la marca de nacimiento de los elegidos. Y lo celebran, vaya que sí, cada año como si fuera el último de sus vidas.

Los que visitan en estas fechas la ciudad no entienden por qué los alemanes tienen fama de serios y aburridos. Miran atónitos el espectáculo con la sensación de que se han confundido de país. Descubren a un pueblo alegre y ruidoso que comparte su fiesta con todo el que quiera y esté dispuesto a aguantar el tirón. No importan los años, da igual dieciocho que ochenta, lo que sí importa es tener a mano un disfraz, las pinturas de guerra y ganas de marcha, muchas ganas.

Las celebraciones han despuntado con el día y los primeros empezaban a llegar al casco viejo hacia las siete de la mañana. Los he visto bajar a oleadas por las calles, armados de buen humor y mucha cerveza. Me he cruzado con toda clase de animales, con osos, perros y conejos, con los clásicos de siempre, monjas, enfermeras o médicos y con bailarinas, flamencas asiáticas y vikingos algunos ya haciendo cola en la cerveceras y echando los primeros tragos de cerveza y aguardiente sin haber pasado por el ritual del café. Me ha maravillado su resistencia y claro, me he preguntado como resistirían el largo día que nos esperaba a todos.

He pasado parte de la mañana en la oficina y hacia el mediodía y con síntomas de gripe he decidido regresar a casa sin pensar, inocente de mí, que me encontraría con un barrio colapsado y con los accesos restringidos y vigilados por la policía para ir dosificando de tanto en tanto la entrada de gente.

Abrirme paso me ha costado unos cuantos empujones, pisotones y todavía no sé si también moratones. En el primer control me he topado con un tipo de seguridad, de esos que parecen estar programados y que no atienden a razones. La “máquina parlante” me ha redireccionado a la policía diciendo, si ellos lo permiten, le dejo pasar. Por suerte, el policía era un tipo normal y ha entendido que debía llegar a mi casa. Sorteada la primera barrera me he dirigido llena de esperanza a la última. Allí un policía me ha parado de nuevo:

– Dice usted que vive en esta calle? me ha dicho desde un altillo, pues enséñeme una licencia si quiere pasar.
– ¿Una licencia? Le he preguntado a gritos desde el tumulto.
– Sí, una licencia de que vive ahí, es una pregunta normal ¿o no?. Dice el estúpido.
– Pues muy normal no es, le he tenido que contradecir, claro que no tengo ningún documento que diga en donde vivo, ¿tiene usted uno? Le he dicho descarada.
– Sin licencia no pasa, se ha puesto terco.
– Por favor, míreme, ¿a usted le parece que vengo preparada para la juerga? Le he dicho suplicante enseñándole el ordenador y una bolsa con pan recién comprado.
– Uno vestido de perrito dálmata que estaba de testigo, me ha dado la razón y ha hablado en mi favor, pero el policía obtuso seguía empecinado en no dejarme pasar.
– La situación me parecía tan irreal que he pensado incluso en desmayarme. Vamos a ver, ¿quién tiene licencias que digan dónde vive uno?. No sabía que hacer, si llorar, suplicar o armar un escándalo.

Recuperada la razón, me he retirado un momento para buscar una estrategia, aunque en aquel hervidero, entre empujón y empujón era imposible pensar en nada que no fuera sobrevivir. El perrito dálmata me ha pasado una cerveza para quitarme el mal trago.

Entonces se me han aparecido dos polis pero no de los de verde, si no de esos que van embutidos en cuero negro. Eran tan grandes y tan cuadrados que les he tenido que mirar dos veces para descartar que fueran disfrazados de polis-porno.

Por favor, le he dicho al primero, ayúdeme, los de verde no me dejan pasar a mi casa, vivo ahí. Después de mirarme de arriba abajo, me ha agarrado por el hombro y me ha acompañado hasta el acceso. Allí me ha preguntado, desde aquí puede llegar sola, ¿verdad? Y sí, sí podía, he sujetado el ordenador y he corrido calle abajo como alma que lleva el diablo.

Ya en la puerta me he encontrado con el portero, y no me ha reconocido. Pero Herr Schmitz, ¿no estaba usted de vacaciones? ¿se encuentra bien? ¡Ah! Frau Ruiz, es usted, ¿qué tal? me ha preguntado pegando un traspiés y abriendo y cerrando los ojos como si fueran de plomo. No he sabido que hacer, si sujetarle para que no se escurriera o hacerme la loca. He optado por lo último y ya a salvo he subido a zancadas por las escaleras. Hogar, dulce aunque ruidoso hogar.