Es difícil mantener la concentración mientras escribo, cuando debajo de mi ventana todo Colonia está celebrando el 11 del 11 de 2011, día que marca el inicio de la época de carnaval que culminará en febrero.
El estruendo es formidable. La música que sale de las casetas se mezcla con cantos ebrios y desafinados y con el ritmo de las bandas que desfilan por las calles haciendo paradas musicales. Un mix de lo más colorido y potente, que hace que mis ventanas retumben y mis oídos tiemblen.
El carnaval es a Colonia lo que los sanfermines a Pamplona. Los colonienses lo adoran, es su alma, su orgullo, la marca de nacimiento de los elegidos. Y lo celebran, vaya que sí, cada año como si fuera el último de sus vidas.
Los que visitan en estas fechas la ciudad no entienden por qué los alemanes tienen fama de serios y aburridos. Miran atónitos el espectáculo con la sensación de que se han confundido de país. Descubren a un pueblo alegre y ruidoso que comparte su fiesta con todo el que quiera y esté dispuesto a aguantar el tirón. No importan los años, da igual dieciocho que ochenta, lo que sí importa es tener a mano un disfraz, las pinturas de guerra y ganas de marcha, muchas ganas.
Las celebraciones han despuntado con el día y los primeros empezaban a llegar al casco viejo hacia las siete de la mañana. Los he visto bajar a oleadas por las calles, armados de buen humor y mucha cerveza. Me he cruzado con toda clase de animales, con osos, perros y conejos, con los clásicos de siempre, monjas, enfermeras o médicos y con bailarinas, flamencas asiáticas y vikingos algunos ya haciendo cola en la cerveceras y echando los primeros tragos de cerveza y aguardiente sin haber pasado por el ritual del café. Me ha maravillado su resistencia y claro, me he preguntado como resistirían el largo día que nos esperaba a todos.
He pasado parte de la mañana en la oficina y hacia el mediodía y con síntomas de gripe he decidido regresar a casa sin pensar, inocente de mí, que me encontraría con un barrio colapsado y con los accesos restringidos y vigilados por la policía para ir dosificando de tanto en tanto la entrada de gente.
Abrirme paso me ha costado unos cuantos empujones, pisotones y todavía no sé si también moratones. En el primer control me he topado con un tipo de seguridad, de esos que parecen estar programados y que no atienden a razones. La “máquina parlante” me ha redireccionado a la policía diciendo, si ellos lo permiten, le dejo pasar. Por suerte, el policía era un tipo normal y ha entendido que debía llegar a mi casa. Sorteada la primera barrera me he dirigido llena de esperanza a la última. Allí un policía me ha parado de nuevo:
– Dice usted que vive en esta calle? me ha dicho desde un altillo, pues enséñeme una licencia si quiere pasar.
– ¿Una licencia? Le he preguntado a gritos desde el tumulto.
– Sí, una licencia de que vive ahí, es una pregunta normal ¿o no?. Dice el estúpido.
– Pues muy normal no es, le he tenido que contradecir, claro que no tengo ningún documento que diga en donde vivo, ¿tiene usted uno? Le he dicho descarada.
– Sin licencia no pasa, se ha puesto terco.
– Por favor, míreme, ¿a usted le parece que vengo preparada para la juerga? Le he dicho suplicante enseñándole el ordenador y una bolsa con pan recién comprado.
– Uno vestido de perrito dálmata que estaba de testigo, me ha dado la razón y ha hablado en mi favor, pero el policía obtuso seguía empecinado en no dejarme pasar.
– La situación me parecía tan irreal que he pensado incluso en desmayarme. Vamos a ver, ¿quién tiene licencias que digan dónde vive uno?. No sabía que hacer, si llorar, suplicar o armar un escándalo.
Recuperada la razón, me he retirado un momento para buscar una estrategia, aunque en aquel hervidero, entre empujón y empujón era imposible pensar en nada que no fuera sobrevivir. El perrito dálmata me ha pasado una cerveza para quitarme el mal trago.
Entonces se me han aparecido dos polis pero no de los de verde, si no de esos que van embutidos en cuero negro. Eran tan grandes y tan cuadrados que les he tenido que mirar dos veces para descartar que fueran disfrazados de polis-porno.
Por favor, le he dicho al primero, ayúdeme, los de verde no me dejan pasar a mi casa, vivo ahí. Después de mirarme de arriba abajo, me ha agarrado por el hombro y me ha acompañado hasta el acceso. Allí me ha preguntado, desde aquí puede llegar sola, ¿verdad? Y sí, sí podía, he sujetado el ordenador y he corrido calle abajo como alma que lleva el diablo.
Ya en la puerta me he encontrado con el portero, y no me ha reconocido. Pero Herr Schmitz, ¿no estaba usted de vacaciones? ¿se encuentra bien? ¡Ah! Frau Ruiz, es usted, ¿qué tal? me ha preguntado pegando un traspiés y abriendo y cerrando los ojos como si fueran de plomo. No he sabido que hacer, si sujetarle para que no se escurriera o hacerme la loca. He optado por lo último y ya a salvo he subido a zancadas por las escaleras. Hogar, dulce aunque ruidoso hogar.