
Aún no habiendo escuchado mi nombre me volví y miré con ojos curiosos a aquel chico que parecía bastante inofensivo y que con un movimiento rápido me había colocado una identificación -no supe cual- delante de mi nariz.
¿Vive en Colonia, me preguntó?. Tan pronto articulé una débil afirmación -algo me olía mal-, sacó un cuestionario y un lapicero que estaba en las últimas y comenzó a interrogarme.
El propósito de aquel joven consistía en comprobar, a través de un interminable formulario, si mi perro, allí presente, estaba dado de alta en la ciudad como “residente” o no, es decir, si yo estaba pagando sus impuestos.
Serían escasamente las 8 de la mañana y a esas horas la impresión fue proporcional al susto que me producía el saberme pillada en un renuncio, un marrón, un desaire al fisco o como queráis llamarlo, si al bueno de P. no se le había ocurrido hacer este trámite en el que yo, ni había pensado.
Contesté sin rechistar a todas sus preguntas, que si que edad tenía Gorbea, que como definiría el color de su pelaje –me decanté por canela-, que dónde la había comprado, si en un criadero o por el contrario en una tienda y siguió, sin mirarme apenas, con todo aquello que se le presentaba en el largo formulario y que a mí empezó a parecerme poco interesante y sobre todo tedioso.
No sé por qué, pero cuánto más quería saber él, más olvidadiza me volvía yo y cuando llegó a la parte de “en qué calle vive”, no me quedó más remedio que hacerle entender que aquella información no se la daba a cualquiera y le pedí de nuevo la identificación con el propósito de descartar que aquel tipo no fuera un saqueador o cualquier clase de mañoso. El muchacho, lejos de alterarse me extendió muy tranquilo la licencia que le otorgaba tal poder, al tiempo que me decía, pero no me vaya a salir corriendo con ella, eh?.
Tengo que reconocer que aquel comentario me produjo una risa inesperada, porque no me podía ni imaginar que aquel hombretón estuviera pensando, que yo iba a huir alocadamente con aquellos tacones del demonio, tirando del perro, mientras trataba de tragarme su licencia.
La risa le contagió y sirvió para relajar el ambiente.
Aún así me quejé apasionadamente. ¿Cómo era posible, le dije, que alguien pudiera pararte en plena calle para una inspección e interrogatorio sin que se hubiera producido ninguna irregularidad? No me parecían formas que respetaran los derechos elementales, me atreví a decir entre dientes, por si acaso.
Entonces hizo una llamada de teléfono, comprobó que yo era quién decía ser, confirmó mi dirección, que yo no había querido darle y me dejó marchar con una sonrisa más bien cómplice. A mí, se me llevaron los demonios, os juro que se me llevaron.
2 comentarios:
Lo has sacado de una novela. Es ficción ¿A que sí? Dime que lo has sacado de una novela... :-(
De una novela??? a nadie se le hubiera ocurrido semejante guión. Bueno, a Kafka tal vez...
;-)
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