lunes, 11 de julio de 2011

De perros, impuestos e inspecciones por sorpresa.

Ayer, durante uno de mis paseos matinales con Gorbea, alguien me llamó por la espalda. No sé por qué pero aquí todo el mundo tiene la manía de gritar un Halloooooo para llamar la atención de cualquier desconocido con el propósito de pedir indicaciones, hacerte reproches e incluso someterte a una inspección, como lo fue en este caso.

Aún no habiendo escuchado mi nombre me volví y miré con ojos curiosos a aquel chico que parecía bastante inofensivo y que con un movimiento rápido me había colocado una identificación -no supe cual- delante de mi nariz.

¿Vive en Colonia, me preguntó?. Tan pronto articulé una débil afirmación -algo me olía mal-, sacó un cuestionario y un lapicero que estaba en las últimas y comenzó a interrogarme.

El propósito de aquel joven consistía en comprobar, a través de un interminable formulario, si mi perro, allí presente, estaba dado de alta en la ciudad como “residente” o no, es decir, si yo estaba pagando sus impuestos.

Serían escasamente las 8 de la mañana y a esas horas la impresión fue proporcional al susto que me producía el saberme pillada en un renuncio, un marrón, un desaire al fisco o como queráis llamarlo, si al bueno de P. no se le había ocurrido hacer este trámite en el que yo, ni había pensado.

Contesté sin rechistar a todas sus preguntas, que si que edad tenía Gorbea, que como definiría el color de su pelaje –me decanté por canela-, que dónde la había comprado, si en un criadero o por el contrario en una tienda y siguió, sin mirarme apenas, con todo aquello que se le presentaba en el largo formulario y que a mí empezó a parecerme poco interesante y sobre todo tedioso.

No sé por qué, pero cuánto más quería saber él, más olvidadiza me volvía yo y cuando llegó a la parte de “en qué calle vive”, no me quedó más remedio que hacerle entender que aquella información no se la daba a cualquiera y le pedí de nuevo la identificación con el propósito de descartar que aquel tipo no fuera un saqueador o cualquier clase de mañoso. El muchacho, lejos de alterarse me extendió muy tranquilo la licencia que le otorgaba tal poder, al tiempo que me decía, pero no me vaya a salir corriendo con ella, eh?.

Tengo que reconocer que aquel comentario me produjo una risa inesperada, porque no me podía ni imaginar que aquel hombretón estuviera pensando, que yo iba a huir alocadamente con aquellos tacones del demonio, tirando del perro, mientras trataba de tragarme su licencia.

La risa le contagió y sirvió para relajar el ambiente.

Aún así me quejé apasionadamente. ¿Cómo era posible, le dije, que alguien pudiera pararte en plena calle para una inspección e interrogatorio sin que se hubiera producido ninguna irregularidad? No me parecían formas que respetaran los derechos elementales, me atreví a decir entre dientes, por si acaso.

Entonces hizo una llamada de teléfono, comprobó que yo era quién decía ser, confirmó mi dirección, que yo no había querido darle y me dejó marchar con una sonrisa más bien cómplice. A mí, se me llevaron los demonios, os juro que se me llevaron.

2 comentarios:

Miércoles dijo...

Lo has sacado de una novela. Es ficción ¿A que sí? Dime que lo has sacado de una novela... :-(

Celia Ruiz dijo...

De una novela??? a nadie se le hubiera ocurrido semejante guión. Bueno, a Kafka tal vez...
;-)