lunes, 25 de julio de 2011

de profesión, maestra peluquera canina.


A la buena de Gorbea le tocaba ya pasar por la ducha, así que sin saber muy bien a dónde llevarla, cogí el teléfono y llamé a cuanto local encontré en las páginas amarillas. Entre que la mayoría cerraban a las 5 y ninguno trabajaba los sábados, conseguir una cita se convirtió en tarea ardua, así que tuve que ir ampliando el radio de acción hasta encontrar un salón que, milagrosamente, me dio una cita para ese mismo día.

Atravesé uno de los puentes, hasta el al otro lado de Colonia y encontré la peluquería canina en una zona ajardinada muy tranquila junto a una gasolinera. Entendí a la primera porqué no había largas esperas. Si no había gente, era imposible que hubiera perros. Habría otro tipo de vida?

Nada más entrar, la peluquera que era muy mona, nos conminó, con un movimiento rápido de mano, a que uno de nosotros acompañara al perro. Como P. ya estaba enganchado al móvil y Gorbea me miraba con cara de súplica, no tuve más remedio que acompañarla en aquel viacrucis que supuse sería su baño.

En seguida me di cuenta de que se trataba de arrimar el hombro y sin saber ni cómo ni por qué, me vi envuelta en tareas de carga y remolque, teniendo que levantar a pulso a mis veintitantos kilos de perro y subirlo a una diabólica camilla que se encontraba a un metro del suelo. El pataleo de Gorbea fue tal que pensé que aquello acabaría en tragedia.

El proceso de embellecimiento comenzó en sus pezuñas. Yo, que tenía previsto hacer un montón de cosas mientras durara el baño, no veía el momento de que aquella mujer me librara de unas obligaciones que no consideraba mías. Verme allí, sujetando al chucho con una mano por el cuello y con la otra por los perniles mientras ella cortaba aquí y allá, me pareció cuanto menos curioso. Decidí excusarla con las tan socorridas “diferencias culturales”, lo que ponía la cosa de lo más interesante, porque la chica parecía una alemana de origen italiano.

Cuando llegó el momento de entrar en la ducha me pregunté, presa del pánico, si yo también tendría que pasar, pero por suerte no fui invitada.

Volvimos a la camilla con el animal chorreando agua y comenzó la última fase, la peor de todas, el secado en el que también me tocó participar.

De un aparato inmenso, tipo aspirador, empezó a salir un chorro de aire frío que levantaba y arremolinaba montañas de pelos sueltos que volaban por el local, dejándolo todo perdido. Aquellas turbulencias estaban causando estragos en la tienda.

Como yo sujetaba a Gorbea al otro lado del chorro de aire, todos los pelos aterrizaban primero en mi cara, pero aquella chalada no parecía entender nada, porque seguía agitando enloquecida el pelaje que tenía entre manos. Comencé a toser, mientras intentaba escupir los manojos de pelos que me entraban en la boca. Me miré de arriba a abajo, la ropa arruinada, mojada y cubierta de pelos y manchas.

Solté a Gorbea y salí disparada del campo de batalla, dispuesta a plantar cara al enemigo. No hizo falta, aquello era indefendible.

El aire estaba tan cargado que no se podía respirar ni al otro lado del mostrador. Busqué como pude mi cartera, pagué y salí de allí corriendo, compitiendo con Gorbea por el primer puesto, pero ella ganó.

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3 comentarios:

Rosa dijo...

Hola Celia, tus historias de peluquerías son siempre geniales.
De que raza es tu perro?, tiene el pelo muy largo?

Celia Ruiz dijo...

Rosa, es una pastora vasca, de pelo largo y además en esta época veraniega mudando! imagínate que remolinos...
Un saludo

Unknown dijo...

Madre mía pobre Gorbea...y pobre Celia!es que no te da miedo dejar la cotidianeidad? Miro a través de tu comentario y te veo alli, en plena lucha de pelos sobrevoladores...Muy bueno, no escribía ni tenía tiempo de leerte pero veo todo lo que me pierdo al no tener tiempo para dedicartelo.Un grandísimo beso desde España.